
LA SENTENCIA DE MIRANDA
Eran las nueve y media de la mañana, el juicio estaba a punto de comenzar. Miranda podía escuchar el gran alboroto, tanto a las puertas de la sala de vistas entre abogados, procuradores y fiscales, como en la calle, donde la prensa y la ciudadanía peleaban con el vigilante de seguridad para acceder al Palacio de Justicia. Ella, asomada a su despacho, cuya ventana daba a un parque infantil, observaba esa inocencia a punto de entrar en clase, esperanzada para que, en un futuro, no se dignaran a hacerle ninguna visita. A no ser, claro está, como compañeros de profesión.
Iba a enfrentarse con uno de los casos más complejos de su carrera como magistrada, el asesinato de Óscar Irriate por parte de su esposa, Cristina Atocha, en uno de los tantos episodios de malos tratos que esta soportaba. No era complejo en la parte legal, ni mucho menos. Como suele decirse, blanco y en botella. Pero, ¿se pondría el jurado de parte de la víctima? ¿Sería el Ministerio Fiscal benevolente? El abogado defensor, en su escrito de defensa, alegó, entre otras cosas, que fue un acto de supervivencia.
La verdad, a día de hoy, no sabía qué decisión tomar, por tanto esperaba que lo expuesto por unos y otros en el juicio le diera algo de luz a las sombras que rondaban por su cabeza. Pero deseaba, también, que una vez enfundada en su toga, con esas pulcras puñetas blancas recién lavadas, esa mujer comprensiva con las mujeres que sufren la violencia de género se marchara para dar paso a la magistrada de la Audiencia Provincial; al fin y al cabo, es lo que era en esos momentos. Porque una parte de ella veía los toros desde la barrera de la prensa, desde el jardín de asociaciones víctimas de violencia de género que pululaban tanto en el interior como en el exterior, incluso se podía poner en la piel de la familia de esa mujer quien, para sobrevivir, no tuvo más remedio que matar. Aunque, se dijo en sus elucubraciones, tampoco debía olvidarlo: la víctima, aunque fuera un maltratador, también tenía padre y madre.
¡Menudo dilema tenía! ¿Quién le mandaba seguir la estela familiar y estudiar Derecho? Bueno, dictara la sentencia que dictara, no contentaría a todo el mundo, eso era imposible; entonces, ¿por qué se preocupaba tanto? Pensó incluso en simular un vahído para que la sustituyera su ilustre compañero, el magistrado Buendía, pero tal cual le vino a la mente, desapareció como una pompa de jabón. Le recordaría ese favor hasta el día de su jubilación.
No le dio tiempo a pensar más, pues su auxilio judicial hizo acto de presencia.
—Señoría, ya está todo listo, puede bajar a sala cuando quiera.
—Enseguida voy, Clara —dijo la magistrada, mientras se ponía su inmaculada toga—. Oye, si no te importa, informa a la prensa: he decidido prohibir tanto hacer fotos como grabar vídeo.
—Está bien, será como usted ordene, pero sabe que se le van a tirar a la yugular, ¿verdad? —comentó su subordinada; pese a llevar tantos años juntas trabajando, jamás la había tuteado, ni siquiera en la intimidad de la oficina judicial.
—Tan fácil como que hagan acopio de imágenes de archivo. —Fue su escueta respuesta—. Ahora, baja y prepara la aplicación para grabar el juicio. Yo quiero estar unos minutos sola.
Clara lo sabía: en esos minutos, ya con la toga puesta, la magistrada ponía mentalmente las piezas del rompecabezas sobre la mesa para, después de acabar el juicio, con la conocida frase «visto para sentencia», ponerlas todas en el lugar correspondiente.
¿Y tú, amigo lector, hacia dónde inclinas la balanza?
FIN