EL COLUMPIO

30.12.2024

EL COLUMPIO

Me encontraba sentado en un columpio del parque, viendo la gente ir de un lado a otro. Sin mirarse, sin los buenos días de rigor, como si fueran seres autómatas a los que se les había dado cuerda y se limitaban a avanzar sin parar hasta que ésta se les acabara. Yo sabía muy bien cuando sucedería eso, cuando el astro rey desapareciera por el horizonte.

La verdad es que no se por qué me había dado por ir hasta allí. A mis casi cuarenta años no tenía edad de estar sentado en un columpio, y menos a esas horas. Quizás era una válvula de escape, no lo se. Disfrutaba de ese columpio, el mismo que me hacía volar cuando era niño. Agradecía que el consistorio no lo hubiera desterrado, porque hay que decir que con el paso de los años y las inclemencias no gozaba de muy buena salud, pero, mientras tanto, seguiría aprovechándome de él: era mi columpio. Ese que, como si de un diván de psicoanalista de tratara, me ayudaba a ahuyentar mis miedos, la desgracia del día a día. Un bálsamo de tranquilidad en medio de lo que desde hacía unos tres años, más o menos, se había convertido mi vida.

Hoy necesitaba mi columpio con más fuerza que en días anteriores y sabía que de cada vez iría a más. Había ido a las oficinas de empleo y, nada en los tablones ni nada que Cristina, la funcionaria que me solía atender todos los meses tuviera para mí. "En realidad Pedro, no hay nada para nadie en estos tiempos que corren, deberías saberlo. Además, tus circunstancias no ayudan"

No, mis circunstancias no eran las más propicias, pensaba, mientras me balanceaba adelante y atrás en el columpio. Mi única experiencia profesional era como zapatero en la empresa familiar, a lo que había dedicado la mayor parte de mi vida antes de que cerrara culpa de los avances que hicieron más importante a la maquinaria que a las personas, amén de algunos trabajos esporádicos como camarero, peón de obra o chico de los recados en una multinacional.

Por si fuera poco mi edad no ayudaba, las empresas querían a gente más joven, aunque a mi eso muchas veces me daba una rabia que me hacía montar en cólera. ¿Cómo se puede decir que alguien es viejo y que ya no puede dar más si aún no tiene los cuarenta?, Porque aquí donde me veis, mejor dicho, leéis, tengo treinta y seis. No creo que sea eso como para considerar mi destierro, digo yo.

Cristina me había propuesto esa mañana realizar algún curso de reciclaje, o algún curso profesional, aunque solo fuera para mantener la mente ocupada según fueron sus palabras exactas. Me enseñó un folleto donde había cursillos varios: informática, idiomas…y un sinfín de cosas más. La verdad, no me veía con suficiente ánimo para realizar ninguno de ellos.

Me levanté del columpio y me dirigí a mi casa no sabía muy bien a qué, pero no podía perdurar mucho más tiempo en mi diván particular. Sabía que a esa hora, casi mediodía, muchas madres se dirigían con sus niños al parque. Así que había que dejar que las nuevas generaciones se divirtieran, solo esperaba hicieran buen uso de mi columpio.

Pensaba en ellos y les envidiaba. Yo también fui niño, volé en un columpio, me deslicé en un tobogán, jugué a fútbol con los amigos en ese parque y tuve esos sueños que, a buen seguro, tendrían ellos ahora también. ¡Bendita infancia!

Todos los días mi rutina era la misma, me dirigía a buscar el pan, el periódico y lo leía tomando un buen café y tostadas. Me dirigía primero a los anuncios clasificado por si hubiera algo interesante. La verdad es que sí, pero no lo que era interesante para mí. Después ponía un poco de orden en la cocina donde se apilaban los platos usados en la cena de la noche anterior y, acto seguido, me ponía a leer un rato o, si era martes o jueves ha hacer limpieza de alguna de las habitaciones. Me gustaba tener la casa limpia y ordenada, no porque recibiera muchas visitas, a decir verdad últimamente más bien no recibía ninguna, pero me gustaba tener mi hogar con una apariencia digna. Alrededor de las diez solía salir y dirigir mis pasos, carpeta en mano, hacia las posibles empresas con posibles necesidades de contratación (había perdido la cuenta del número de currículos y entrevistas, pero no iba a rendirme) para ir a continuación a visitar a mi más preciado amigo: mi columpio.

Hay que ver como a veces un simple objeto inanimado puede tener la fuerza de curar tus heridas con tanto aplomo, aunque quién sabe si no era yo el que hacía que mi subconsciente quisiera creer que era el columpio que me ayudaba. Pero sabía que sin él, no sería lo mismo. Porque probé en su día de sentarme en un banco, incluso en una piedra enorme que había al lado de un manzano en un rincón del parque y no fue lo mismo. Quizás porque ese, como he dicho antes, era el columpio de cuando era niño que seguía ahí resistiendo como diría la canción.

Pasaron los días y ya tocaba ir a visitar otra vez a Cristina, ya tocaba que me volviera a poner el sello de rigor, ya tocaba otra vez la misma cantinela: "no hay nada Pedro, lo siento". Llegué a las oficinas a las nueve y cuarto, más o menos, y ya se agolpaba un gentío impresionante esperando que fueran y media para que las oficinas abrieran sus puertas. Vi entrar a Cristina, la cual nos saludó con unos buenos días, sacó un llavero de su bolso y se dirigió a la puerta principal.

Diez minutos más tarde se abrió al público y poco a poco fuimos cogiendo nuestro número para esperar turno, cogí el mío y me senté. No tuve que esperar mucho, el poner un simple sello, decir que "no hay nada de tus características" y el "lo siento" de rigor no llevaban más que dos minutos a lo sumo.

Así que ahora me encontraba allí, sentado frente a Cristina, observándola, mientras introducía mis datos en el ordenador. La verdad es que ese día estaba especialmente guapa con el pelo suelto, se lo había alisado y parecía que se había puesto unas mechas pelirrojas en su pelo castaño. ¿Estaría soltera? No, pensé, como va a estar soltera, no hay más que verla.

—Pedro, ¿me escuchas? ¡Pedro! —Al parecer me había quedado ensimismado en mis pensamientos. Sentí una vergüenza enorme.

—Perdona Cristina —le dije—, estaba con la mente en otro lado. No hace falta que lo digas, puedo hacerlo yo: no hay nada de mis características.

—¿Te encuentras bien? Vete a saber cuales serían tus pensamientos, porque desde luego estabas en la inopia. ¿Te preocupa algo? ¿Puedo ayudarte? —Me dijo Cristina mirándome a los ojos y deseando que, por favor, no lo hiciera por mucho más tiempo. Tenía unos ojos verde oliva que hipnotizaban, que me hipnotizaban. Le dije que no, que eran cosas mías y que no me hiciera caso.

¿Sería posible que me hubiera enamorado? No lo se, solo se que al salir por la puerta y pensar que, a no ser que nuestros caminos se cruzaran, no volvería a verla hasta dentro de un mes, todo mi cuerpo se puso en alerta. Eso era una señal o algo por el estilo, ¿o no? Como estaba plagado de dudas, decidí encaminarme al parque y pedir asesoramiento espiritual a mi columpio, seguro que él sabría desenredar esos nudos que se habían formado en esta cuerda de mis sentimientos.

Llegué, me senté y me balanceé con los ojos cerrados, dejando que el aire acariciara mi rostro. No necesité mucho rato y, la verdad, tampoco hubiera necesitado el columpio. Lo sabía antes de sentarme, quería a Cristina y el solo hecho de no poder verla hasta el día cinco del próximo mes me ponía enfermo.

Porque no era yo un hombre echado para adelante, y en lo concerniente a amoríos menos, quizá por eso seguía soltero. Había tenido mis cosas, por supuesto, pero nada que se le pudiera considerar una novia. Vamos, jamás presenté a nadie oficialmente a mis padres, para que nos entendamos.

Así que sabía que me tendría que conformar con mi amor silenciado, con mi amor a una mirada verde oliva que todos los meses me devolvía las energías. Todos los días miraba mi carnet de desempleado y acariciaba los sellos, me ayudaba a estar más cerca de ella hasta la siguiente ocasión en que volvería a verla. Una parte de mi deseaba no encontrar trabajo jamás.

Pero hete aquí que, una tarde, sentado delante de mi ordenador, una de las cosas que constituían también mi forma de pasar el tiempo cuando vi una página en Facebook ubicada en mi ciudad y que anunciaba punto de lectura. Vamos, era una página que recomendaba libros, luego la gente todas las semanas quedaba en la biblioteca del centro histórico y compartía sus opiniones. Me pareció una forma interesante de hacer algo distinto, me encantaba la lectura y tanto tiempo de destierro no era nada bueno, seguro que me vendría bien hacer nuevos amigos. Le di al "me gusta" de rigor y solicité información ya que estaba interesado.

Me contestaron al cabo de una hora aproximadamente, se reunían los miércoles a las seis de la tarde en la biblioteca y todos comentaban el libro o libros que hubieran leído esa semana, si les habían gustado, si los recomendaban, etcétera. Manifesté que estaría encantado de acudir la siguiente semana e intercambiar críticas y sugerencias literarias.

Llegó el miércoles y me dirigí a la biblioteca libro en mano. Esa semana le había tocado el turno a "La caída de los gigantes" y esperaba que dicha lectura recibiera buenas críticas por parte de mis nuevas amistades. A mí por lo menos, me había gustado. Entré y me dirigí a la sala de lectura y cual no fue mi sorpresa que al dar el saludo de rigor y girarse todos para dame la bienvenida, ahí estaba ella. Cristina se levantó de su asiento y se dirigió hacia mí, me dio dos besos y me dijo que la acompañara. No entendía nada, pero le hice caso porque la hubiera acompañado al fin del mundo.

—Os presento a Pedro, nuevo miembro de la "Pasión por la lectura" del que ya formamos nosotros parte. Te damos la bienvenida, soy la administradora de la página. Gracias por unirte a ella y agradezco de verdad que hayas venido. Como podrás comprobar la inmensa mayoría se limita a poner sus comentarios y a dejar alguna publicación sobre lo que han leído. Aunque seamos sinceros, dijo haciendo caer su mirada a todos los que nos encontrábamos allí, si todos los "me gusta" tuvieran que venir a las reuniones, necesitaríamos el Santiago Bernabéu por lo menos.

Así que, gracias a las reuniones literarias, pasé de ver a Cristina todos los meses a verla todas las semanas, a entablar con ella una camaradería, aunque solo fuera a fuerza de libros, que no tenía cuando la conocí. Tengo que decir que, gracias a esa faceta, me enamoré aún más si cabe de ella, Cristina era toda pasión hablando de libros, le fascinaban y daba gusto oírla hablar.

Un miércoles me armé de valor, aun no se que fuerzas de la naturaleza me hicieron reaccionar de esa forma y le pedí a Cristina si por favor me podía acompañar, que quería enseñarle algo. No se como hubiera reaccionado ante una negativa, pero aceptó. Así que al terminar la reunión la llevé al parque, le presenté mi columpio y le conté lo que significaba para mí.

Me senté en él, mientras ella me observaba de pie, sonriendo. El día tocaba a su fin y el sol poco a poco empezaba a esconderse. Cristina no decía nada, solo escuchaba mis palabras que salían a borbotones, y eso que era parco en palabras. Otra cosa por la que de buen seguro me serviría para decir que todo había sido gracias al columpio que me había dado las fuerzas necesarias y, quien sabe, a lo mejor. La vida es como un columpio al que nosotros le damos fuerza para empujarla más arriba o frenarla hasta llegar al suelo.

De repente, Cristina se sentó a mi lado en el otro columpio. Me miró y me dijo que, según su opinión, las cosas importantes de cada uno solo se comparten con las personas a las que consideramos importantes.

No supe que decir, no era muy expresivo, pero, por descontado, tenía razón. El columpio era importante y tenía que compartirlo con ella. Para mi era una forma como cualquier otra de declaración de amor.

Estuvimos no se cuanto tiempo callados, la verdad es que perdí la noción del tiempo. Cuando de repente la mano de Cristina se acercaba peligrosamente a la mía, la agarré y supe a ciencia cierta que la luna que nos miraba desde el cielo empezaba a leer nuestro propio libro, nuestra propia historia, nuestra propia vida.

FIN